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DE MASSERA A MACRI: “LA DEMOCRACIA Y SUS DEMONIOS”

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“LA DEMOCRACIA Y LOS DEMONIOS”
Juan Gasparini, Montoneros: final de cuentas, Cuarta Parte. Conclusiones. 1988.
Ed. De la Campana, (Ed. Ampliada, 1999) pp 205-210.

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La democracia y los demonios en Pdf, AQUÍ

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«La fijación por parte de la Junta Militar de criterios básicos integradores que a manera de limites definan las ideas fuerzas que en el orden político orientarán y conducirán a la nueva corriente de opinión, capaces de armonizar, por ejemplo, el pragmatismo conservador, el concepto básico de democracia y libertades públicas liberales, la participación de la clase media del radicalismo, el concepto de crecimiento integrado desarrollista y la idea de justicia social del peronismo.»

Bases para la formulación del método político”, Anexo C de “Ideas rectoras que sustentan la intervención de las fuerzas armadas en el proceso nacional”, documentación reservada para los Estados Mayores de las fuerzas armadas, sustraída por el autor del archivo de la ESMA en 1978.

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Hacia 1975, en las postrimerías de la Administración Nixon-Ford, un «memo» del Departamento de Estado redactado por Harry Schlaudeman y Frank Devine informaba que la contención antisubversiva irradiada por Henry Kissinger había fulminado la amenaza revolucionaria en América Latina. También advertía a la Casa Blanca la conveniencia de tomar distancia de las dictaduras vivificando procesos de democratización. Advertía, eso sí, que éstos debían descansar en un modelo de “democracias viables” y respetar tres reglas: edificarse a través de partidos políticos con arraigo nacional, que contaran con larga tradición histórica y estuvieran en conflicto con el marxismo, y que dichos procesos fueran supervisados por las fuerzas armadas. Henchidos del poder de veto, los militares tutelarían la restringida democracia. Esta debía seguir los objetivos geopolíticos fijados por las fuerzas armadas de acuerdo –por supuesto– a la doctrina de seguridad nacional predominante en los Estados Unidos, trazadora de fronteras ideológicas que importan enemigos internos.

En ese “memo” no aparecía definido con claridad cuál era el partido argentino facultado para hacer viable la democracia y merecer la interesada vigilancia de los cuarteles. Empero se delineaba lo que parecía óptimo a ojos de los escribas de Kissinger: ese mítico partido debía pasar por una alianza entre la UCR y la rama sindical del peronismo.

Las fuerzas armadas nunca se apartaron de las enseñanzas del Tío Sam. Las profundizaron. Agregaron colores a la acuarela, introduciendo en la tela a liberales, conservadores y desarrollistas, como guiña el párrafo de la documentación golpista citada al comienzo de este capítulo.

De ahí, quizá, que el canciller, vicealmirante César Augusto Guzzetti, se sintiera con derecho a pedir a Kissinger, en junio de 1976, una prórroga para concluir el trabajo sucio, como consigna la pesquisa periodística de Martín Edwin Andersen reseñada en el capítulo anterior.1

Los papeles sustraídos de la ESMA, que el lector podrá consultar íntegramente en los archivos del CELS, descifran, en otro pasaje, el saber y entender de las fuerzas armadas sobre las causas del golpe que consentiría esa radiante democracia, en la que se licuarían radicales, peronistas, conservadores, liberales y desarrollistas rigurosamente vigilados desde las casernas de tierra, mar y aire. La documentación señala que:

“la Proclama de los comandantes en jefe del 24 de marzo de 1976 expresa claramente las causas por las cuales las fuerzas armadas han asumido la conducción del Estado para poner en ejecución el Proceso de Reorganización Nacional cuyo objetivo ulterior es asegurar la instauración de una democracia republicana, representativa y federal, adecuada a la realidad y exigencias de evolución y progreso del pueblo”.

Enumera que:

“del análisis de dichas causas, vacío de poder, falta de capacidad de convocatoria, carencia de soluciones para los problemas básicos de la Nación, irresponsabilidad en el manejo de la economía, especulación y corrupción generalizadas, falta de estrategia global para enfrentar la subversión, etc., concluye que el desgobierno en que había caído la república, causante de la irreparable pérdida del sentido de grandeza y fe, se debió fundamentalmente a causas producidas por el mal funcionamiento de las instituciones de la Nación y no a la obsolencia generalizada de las mismas”.

Desde su óptica, los militares situaron con exactitud el problema. Todos los demás eran responsables del mal funcionamiento de las instituciones. Dictadura mediante, sólo ellos podrían salvarlas, adecuándolas a las “exigencias de evolución y progreso”. Olvidaban añadir los miles de desaparecidos que despacharían en frío para que no entorpecieran el rally de perfeccionamiento democrático. Aunque esas cosas, como se sabe, no se suelen dejar por escrito.

El olvido, sin embargo, no sería caprichoso. Abre la ventana a otra verdad. Porque la maquinaria de exterminio era indispensable en la resolución de esa “irresponsabilidad en el manejo de la economía”. José Alfredo Martínez de Hoz la necesitaba para empequeñecer las empresas nacionales sin que nadie chistara; desvalorizándolas, empobreciéndolas, profundizando la dependencia, el endeudamiento externo y la injusticia interna. Y porque, a la par, el “desgobierno” había madurado las condiciones para erradicar la propuesta alternativa de una sociedad mejor, simbolizada en la guerrilla, aprovechando su deterioro y debilitamiento. Este pasó a formar parte del argumento vindicador del golpe. Será la coartada para que las fuerzas armadas se arroguen la exclusividad del saneamiento democrático, una mentira enorme. La verdad, sabemos, es diferente. Se trataba de refundar la Argentina. Los campos de concentración eran insustituibles. “Toda ideología presupone una antropología, una idea de lo que los seres humanos son y cómo se los debe tratar para crear la sociedad que cada ideología requiere”, anota Edward Peters, en el tratado sobre la tortura más serio de los últimos tiempos.2

Si en el espejo de su discurso los militares pudieron ubicarse como los únicos “salvadores” de la desvencijada democracia, también fue porque el resto de las instituciones los avaló explícitamente. O, de un modo tácito les dio luz verde. Balbín, factótum de la partidocracia y “presidente moral de la Argentina” para la prensa norteamericana, dejó de hacerse gárgaras con su profesión de fe democrática, largó las muletas, y se hizo a un lado: “Algunos suponen que yo he venido a dar soluciones, no las tengo pero las hay”, dijo ante todos los hogares, presentándose por radio y televisión en vísperas del golpe.3

¿No querrá Cristo que algún día las fuerzas armadas estén más allá de su función?”, se preguntaba monseñor Víctor Bonamín, vicario del Ejército, frente al general Roberto Viola el 23 de septiembre de 1975. Cinco meses antes, en la homilía que rezó en el aniversario del arma de Caballería invitó a “mirar más a Tucumán que a Vietnam o Camboya”. El 29 de diciembre de ese año, su colega Adolfo Tortolo profetizaba en el almuerzo de la Cámara Argentina de Anunciantes “que se avecinaba un proceso de purificación”. Despuntaba la execrable teología de la “muerte dada”, que vocea lavar supuestos pecados en otra sangre que la de Cristo (similar a la Inquisición, que hacía pasar la salvación por el fuego). Mientras tanto, Casildo Herreras, se borraba. Varios sindicalistas más lo siguieron, escabullándose en las costas uruguayas: José Rodríguez (SMATA), Ramón Elorza (Gastronómicos), Pedro Eugenio Álvarez (Espectáculo Público), Abelardo Arce (Alimentación) y Florencio Carranza (Mercantiles). Con tal de parar el golpe, Isabel no sabía que conceder para hacerlo innecesario: ensalzó al imperialismo, llamando a las fuerzas armadas a destruir la guerrilla con cobertura constitucional. Pero el vendaval no se desató espontáneamente. Perón había entronizado al “Brujo” y preferido que su tercera esposa dejara de jugar a la canasta a poner a Balbín como vicepresidente y consolidar el campo nacional. Y también había restituido una jefatura golpista y oligárquica en el Ejército, dando rienda suelta a la Triple A. Los Montoneros desacertaron respondiendo violentamente a la agresión que ése vuelco político desplomó sobre sus espaldas. Este libro se consagra a viviseccionar tal yerro pero no pretende inducir al lector al desatino de sobredimensionarlo, ignorando el de los demás. Ese es el objetivo de la peregrina teoría de los dos demonios que dispensa de responsabilidades a todo aquel que no haya sido guerrillero o camarilla de las fuerzas armadas, exagerando las del primero y minimizando las de ésta.

El gorilismo ingénito del Ejército, la Marina y la Aeronáutica ocupó la mano de obra en un vandálico despojo. Con inaudita abyección dejaron al país hacho un estropicio. Y para mayor escarnio huyeron hacia adelante, en cabalgata macabra, hasta inclinar la testuz ante los paracaidistas británicos. Llegada la hora de rendir cuentas, el engendro de «los dos demonios» vendría a eximirlos de culpas y cargos. Los fuegos artificiales los pondría –con la fábula del perro feroz y el niño cruel– uno de sus más abnegados cultores, el periodista Pablo Giussani.

El 10 de mayo de 1985 Giussani relataba en su columna de La Razón que cuando niño tuvo un perro llamado Carlos, de despiadada conducta hacia los extraños.

“Carlos permanecía atado de día y lo soltábamos de noche –decía– como suele hacerse con los guardianes para preservar la incolumnidad de los carteros. Yo tendría seis años cuando comencé a ensañarme con él, atormentándolo con pedradas o arrojándole agua a los ojos con una manguera. Carlos terminó por desarrollar una terrible ferocidad y llegó un momento en que nadie podía acercarse a él, ni para soltarlo de noche. Una mañana le perforó la mano de un mordisco a una criada que le llevaba la comida. Mis padres decidieron entonces sacrificarlo y yo lloré su muerte con lágrimas de cocodrilo.”4

El recuerdo de infancia encarrila a Giussani en la conclusión que:

“si tratamos de explicar la ferocidad de Carlos sin referencia alguna a la perversidad del niñito, acabaremos por atribuirla a la esencia del perro. Del mismo modo, denunciar la conducta castrense de los últimos años escondiendo o disimulando los estímulos terroristas que operaron sobre ella significará finalmente atribuirla a una maldad intrínseca de la institución, sacrificando de ese modo la posibilidad de rescatarla para la vida democrática del país”.

Y remata a párrafo salteado:

“No es posible que el afán de concentrar la culpa sobre los cuarteles borre de la conciencia de los argentinos las verdades tan penosamente aprendidas sobre el papel desempeñado por ciertos factores extramilitares en la gran tragedia argentina de estos años”.

No podrá decirse que este libro apañe la aguijada guerrillera sobre las fuerzas armadas. Pero tampoco que se desestiman los “factores extramilitares” del drama. En la nota de Giussani sólo se menciona al “terrorismo”. Suponemos que lo condensa en ERP y Montoneros. La Triple A no mereció ni tres letras en la prosa de marras. En esa línea tampoco entra, lo que les toca a los gobiernos de Perón e Isabel, López Rega y a los escuadrones de la muerte, las fuerzas de seguridad, los partidos políticos, el Parlamento, la Iglesia y el gremialismo que defeccionaron cuando la democracia se desviaba. Menor atención merece por parte de Giussani el imperialismo yanqui, la Doctrina de la Seguridad Nacional y la colonizada formación en la oficialidad castrense, elementos que, como las brujas, existen. Y con respecto a la “maldad intrínseca” de las fuerzas armadas, en la que Giussani no cree, nos remitimos a Alain Rouquié, historiador del radicalismo, que probó la falta de vocación democrática de los militares argentinos de 1930 en adelante en ochocientas páginas que le valieron un doctorado de Estado en Francia.5

La teoría de los dos demonios echa tierra a los ojos. En primer término, circunscribe la responsabilidad a la guerrilla. En segundo lugar, la extiende a la cúpula castrense. Queda exenta la mayoría de los militares que mató y torturó a mansalva, la oligarquía que saqueó, los curas que confortaron a los que arrasaron con fieles, bienes y servicios, los sindicalistas que envilecieron el peronismo; y la dirigencia política a la que no disgustó el exterminio de los jóvenes revolucionarios que querían rebasarlos como alternativa.

Si en el ayer está la llave del mañana y si ocuparse de él es tomar posesión del presente, la teoría de los dos demonios es doblemente antidemocrática. Impide adueñarse del pasado y, de cara al futuro, pone “punto final” y “obediencia de vida”. Elude diseccionar lo acontecido, constriñendo su explicación al enfrentamiento cupular de carácter armado. Repudia la transparencia de las instituciones. Conviene al radicalismo, que apoyó al golpe saliendo luego a mitigar los costos en la escena internacional.6 Cuadra de sobra a la jerarquía eclesiástica, cuyo Episcopado confabuló con vendepatrias y reconfortó espiritualmente a los genocidas. Esos prelados aceptaron las mendaces explicaciones sobre torturas y desapariciones, disculparon crímenes y negaron asistencia activa a las víctimas, cubriendo tormentos con silencio y traicionando al Evangelio como ha sido exhaustivamente demostrado por el doctor Emilio Mignone, del CELS.7 Y también viene de medida a muchos peronistas que limitan la autocrítica a la conducta genérica de la Triple A, sin rozar a Lorenzo y las bandas sindicales -que también mataron a diestra y siniestra-, deseando que la “señora” se quede en Madrid y manteniendo a Perón en el bronce, inmaculado.

Así mismo parece convenir a quienes continúan agitando el nombre de Montoneros sin rever el pasado: los rejerarquiza, les permite negociar una amnistía con quienes exigen un monumento a la picana.

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NOTAS:

1 Martín Edwin Andersen es corresponsal especial de la revista Newsweek y colaborador de los diarios The Washington Post, Miami Herald y Chicago Tribune. Según testimonios de Robert Hill, embajador norteamericano en Buenos Aires, cables e informes secretos de la diplomacia norteamericana, todos divulgados por Andersen, Kissinger aprobó la represión en Argentina en un encuentro con el canciller Guzzetti celebrado en el Hotel Carrera de Santiago de Chile en la mañana del 10 de julio de 1976, al asistir ambos a la 6″ Asamblea General de la OEA.
2 Edwin Peters, La tortura, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 225.
3 Rodolfo H. Terragno, Muerte y resurrección de los políticos, México, Folios, 1981 ,p. 62.
4 Los artículos de Pablo Giussani en La Razón fueron recopilados en Los días de Alfonsín, Buenos Aires, Legasa, colección «Nueva Información». De allí son los párrafos de «La fábula del perro feroz y el niño cruel», pp. 98-100.
5 La tesis de Alain Rouquié fue publicada en la Argentina por Emecé en dos tomos bajo el título Poder Militar y sociedad política en la Argentina (1981).
6 Ejemplo: en noviembre de 1976, durante una reunión de la Internacional Socialista en Ginebra, se hizo llegar a Willy Brandt una carta de Ricardo Balbín en la que pide que no se condene a la dictadura.
7 Emilio F. Mignone, Iglesia y Dictadura, Buenos Aires, Ediciones del Pensamiento Nacional, 1986. Sobre el mismo tema se recomienda el cuadernillo de la Asociación Internacional contra la tortura, L honneur perdu des éveques argentins, Albert Longchamp, Alain Perrot, Sylvain de

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