Crítica Social, Cuba, Filosofía, Teoría Política

FILOSOFÍA Y MARXISMO por Hugo Azcuy

Instituto de Filosofía. Cuba

Este texto de Hugo Azcuy que presentamos a continuación fue publicado en la revista Pensamiento Crítico, número 43, agosto de 1970, pp. 205-213. (Instituto de Filosofía)

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Todo el que habla en nombre del marxismo se supone a sí mis­mo situado dentro de la teoría marxista. Y este es, realmente, el primer problema que tiene que afrontar quien asuma el marxis­mo como teoría y como ideología. Y usamos estos dos términos con­secutivamente con toda inten­ción; más adelante tendremos oportunidad de esclarecer el sen­tido de esta distinción.

Hace tiempo que la concepción positivista de la historia se ha desacreditado. La idea de que la objetividad histórica pueda con­sistir en la pura descripción de los hechos fue una de las ilusiones del siglo XIX y ha sido tan criti­cada que poco se puede decir so­bre el tema que no sea un lugar común. Sabemos que el carác­ter de hecho histórico depende, en buena medida, de la selección del historiador, quien a su vez organiza y coordina los datos de que dispone —que siempre cons­tituyen un pequeño fragmento de la realidad— de acuerdo a hipó­tesis previas que dan lugar a una determinada interpretación. Esto modifica el sentido de la objetividad, que ya no puede depender de un supuesto recuento desinte­resado e inocente.

Para el rigor científico de la re­construcción histórica son ahora decisivos los marcos teóricos y metodológicos. En buena medida estos marcos han sido impuestos por Marx, quien además, paradó­jicamente, puso al descubierto el carácter ideológico, clasista y par­tidario de toda filosofía y de toda teoría sobre la sociedad.

Asumir a Marx en esta compleji­dad, en su valor científico pero también en su valor ideológico, no es tarea fácil. El peso de la tradición cultural, la inmediatez de los intereses y la incapacidad para relacionarlos con el proyecto de futuro han promovido muchas reducciones cientificistas o ideologizantes o una mezcla sincré­tica de ambas.

Así, el marxismo también es ob­jeto de interpretación histórica. Basta una rápida mirada retros­pectiva a algunos de los que han escrito o actuado como marxistas para encontrarse con una profu­sión de incoherencias, y su origen no ha sido la ignorancia o la con­fusión, el consabido error atribui­do al contrario. De aquí lo ridícula que resulta la crítica del relativismo a partir de la auto-atribución de un carácter cientí­fico a nuestras afirmaciones. Las afirmaciones son eso y nada más y no nos dan más derecho a nos­otros que a los reclamos opuestos, excepto, por supuesto, si conta­mos con un elemento no previs­to: la fuerza.

Estamos muy lejos de un relati­vismo gnoseológico, pero conside­ramos que su crítica no puede ser contemplativa o cientificista. No se puede refutar el escepticismo con demostraciones lógicas, por­que solo probaremos nuestra ra­zón realizándola. Este es el sen­tido de la tesis de Marx de que toda verdad fuera de la práctica es escolástica. Aquí la práctica no designa una realidad inmuta­ble prexistente, sino la trasformación de la realidad a partir de nuestras expectativas, cuya vali­dación solo podemos lograr a tra­vés de la acción consecuente.

Sabemos que Marx no estudió fi­losofía por una especial vocación hacia la especulación. Sus obje­tivos fundamentales eran políti­cos y en la filosofía iba a buscar precisamente estas claves. Sin embargo, ya en el periodo de la Gaceta Renana tuvo sus primeras perplejidades ante la distancia de lo aprendido y lo que acontecía. No era este un caso excepcional. Incluso en esa época ya el positi­vismo ponía de moda el rechazo de la metafísica para hacer una nueva metafísica.

Marx no se limitó al rechazo puro y simple de la filosofía, precisamente porque su crítica no estu­vo dirigida contra ninguna mani­festación particular de la filoso­fía; ni contra la metafísica orde­nadora de los siglos XVII y XVIII, o el idealismo, o la escolástica. Se trataba de una trasformación radical de sus bases críticas. El desentendimiento de este punto de partida ha llevado más de una vez a hablar en nombre de Marx de manera premarxista. Aquí se hace indispensable referirnos a la génesis histórica de algunos pseudoproblemas que se convirtieron en el centro mismo de la filo­sofía.

Cuando los sofistas demolieron los fundamentos ingenuos de las cosmogonías griegas crearon un vacío teórico que cuestionaba la legitimidad de toda ideología. Al poner de relieve las diferencias psicofísicas de los hombres y la dependencia de las percepciones de estados subjetivos la sofística hacía, inevitablemente, de la ver­dad un asunto individual. Todo devenía relativo, se tornaba im­posible la argumentación moral y la fundamentación consistente de las creencias comunes; se po­nía entre paréntesis toda estabili­dad. Sabemos que la pérdida de influencia y aceptación de esta filosofía coincidió con un momen­to trágico para el pueblo griego, un momento de disolución y caí­da. Después del periodo de la erística y la retórica, de la máxi­ma de «el hombre es la medida de todas las cosas», el calificativo de sofista se convirtió en un es­tigma. En los grandes sistemas de la filosofía griega solo se hace referencia a ese modo de pensar como a una desgracia o a una hu­millación del espíritu humano. Así apareció el problema socrá­tico, el problema de la gnosis.

Para Platón entonces no había otro camino más que el escogido: la investigación de los conceptos. Si la percepción sensible era fuen­te de mutación y desorden, de confusión e incertidumbre, los conceptos eran, por el contrario, expresión de lo estable y univer­sal, de las verdaderas esencias. Pero esta polarización exigía una nueva fundamentación: la del va­lor de los conceptos. Hasta ese momento se suponía que el cono­cimiento valía en tanto que repro­ducía la realidad y este era y si­guió siendo un dogma indiscuti­do. Cuando quedó establecido el carácter cambiante de la realidad se llegó, precisamente, a la única conclusión posible: la imposibili­dad del conocimiento. Por eso Platón desdobla una investigación que en el fondo es única y crea así el problema metafísico: los conceptos valen porque reprodu­cen, reflejan la auténtica reali­dad, el mundo de las ideas. La introducción de la cuestión meta­física (el ser o la existencia) en la investigación del conocimiento da lugar al idealismo, pero de­ja creado también el mecanismo para el materialismo.

Según Aristóteles, Platón caía en una duplicación que lo podía lle­var al infinito. ¿Por qué imagi­nar un mundo de ideas para vali­dar los conceptos? Platón deter­mina la posibilidad del conoci­miento en los conceptos y enton­ces le atribuye al ser las caracte­rísticas de esta posibilidad. Aris­tóteles asume una posición mate­rialista, pero hace lo mismo que Platón: crea su famosa silogísti­ca, de hecho la única lógica que hubo durante 23 siglos, y después dice que el ser es así. Por eso sus principios tienen una doble formulación, gnoseológica y ontológica: no podemos afirmar algo y su contrario de una misma cosa en un mismo tiempo y relación; una cosa no puede ser simultá­neamente ella y su contrario.

Surgen así las dos grandes esfe­ras que han constituido los temas centrales de la filosofía durante siglos: el ser y el pensar, la ma­teria y el espíritu, ambas irredu­cibles entre sí y enlazadas por una relación simple en la que una de las partes puede reflejar o con­templar a la otra: el espíritu a la materia.

La filosofía ha pretendido siem­pre ser una última instancia del conocimiento. Sus temas han te­nido una gran universalidad y no ha habido campo del saber que, para bien o para mal, no haya tocado de una u otra manera. Se nos presenta como una especie de resumen cultural de cada épo­ca o como la unificación de las estructuras aparentemente dis­persas de las diferentes discipli­nas de conocimiento. Por ello ge­neralmente ha asumido las for­mas de las ciencias más adelan­tadas. Un ejemplo claro lo te­nemos en la filosofía de los ini­cios de la época moderna. El car­tesianismo pretendía universali­zar el método matemático a la vez que ofrecía una perspectiva antropológica adecuada tanto o los supuestos gnoseológicos de la física moderna como a la teoría política y a la moral. Se suponía que la sociedad era una suma de individuos y que todos ellos eran esencialmente iguales entre sí, solo era necesario hacer la descripción de esta esencia y ya no había más nada que decir. Por eso Descartes comenzaba el Dis­curso del método afirmando que el buen sentido o la razón esta­ban distribuidos por igual en to­dos los hombres y que las desave­nencias se originaban en el mé­todo.

La lógica filosófica de Platón y Aristóteles es la misma del liberalismo político, no importa que esta se presente siendo materia­lista o idealista; este es un pro­blema totalmente secundario, como veremos más adelante.

Los filósofos nos decían cómo era el mundo y no cómo habían hecho los hombres el mundo. Recorde­mos que el espíritu, según la vie­ja fórmula, refleja o contempla al ser, se considere a este materia o idea, no es un problema más que de palabras con diferente so­nido. En esta fórmula el ser era realmente, como habíamos visto, la consecuencia de una investiga­ción previa; sin embargo, sujeto y objeto aparecían como dos lu­gares diferentes y opuestos por principio. En esta concepción no cabía la historia; la especulación sobre cada momento pretendía captar la identidad absoluta, lo eterno. Cuando por fin la historia hace su entrada con Hegel, es al precio de disolver la contradicción y entregarnos un absoluto deter­minado de principio a fin, que es la apología más descarnada de lo acontecido. No por casualidad para Hegel la historia termina con él.

El idealismo de Hegel, como todo idealismo, nos produce a primera vista una fuerte sensación de irrealidad. Feuerbach intentó en­mendar esta especulación regresándola a la tierra. Volvió al viejo materialismo, y dio un paso atrás con relación a Hegel. En él aparece de nuevo la concepción materialista, las consideraciones en torno a un hombre genérico, la búsqueda de un individuo hu­mano en sí en cuya organización sicofisiológica o en su sensibili­dad está la clave de todo desen­volvimiento ulterior. Leyendo a Feuerbach tenemos a veces la im­presión de leer a algunos «marxis­tas» del siglo XX que sienten la necesidad, para decirnos cómo es el hombre, de remontarse a la época de los homínidos y, aún más, de hablarnos de los perio­dos geológicos (…).

Poco le podía decir a Marx la al­ternativa materialismo-idealismo. Y eso no era producto del descu­brimiento de una «nueva cien­cia». La ciencia vino después, y nunca separada de la ideología porque con Marx se esfuma lo ilusión de la ciencia social pura y neutral. La «cabeza muerta» que era el hegelianismo solo re­vivía espasmódicamente en una crítica especulativa que apenas aludía desdeñosamente a la rea­lidad; por otra parte, Feuerbach hablaba y hablaba de naturaleza y amor. Y, sin embargo, detrás del idealismo y el materialismo había un «denominador común».

La verdadera cuestión fundamen­tal estaba en cómo expresaban Hegel y Feuerbach los intereses de su época, en descubrir detrás de sus enredos gnoseológicos una cierta pertenencia social y una determinada identificación de clase independiente de sus inten­ciones y buenos deseos. Solo en­tonces podría venir la valoración adecuada y la delimitación de los méritos científicos.

La pseudoalternativa materialis­mo-idealismo se convierte, así, en Marx, en la unidad ser social-ciencia social. Ya no se trata del ser, de la naturaleza o de la ma­teria en sí, se trata de la produc­ción y las relaciones sociales, de la industria y el comercio, de los medios productivos y la propie­dad. Por lo tanto, el centro de atención ya no puede ser el hom­bre individual considerado como principio y fin. De nada nos sirve ya la sensopercepción como filo­sofía que nos enseña que cada in­dividuo lo aprende todo desde el comienzo a través de la vista, el oído, etc. Tampoco el raciona­lismo que parte de unas cuantas abstracciones y pretende revelar­nos todos los secretos.

Estas concepciones dieron hace tiempo lo que podían: los «valo­res eternos» del liberalismo bur­gués, la contradicción desgarra­dora entre lo que se dice y lo que es.

Para que la filosofía no siga sien­do una ilusión, y hasta una esta­fa, podemos decir en algún caso, tiene que asumir estas verdades. Así lo hizo Marx al identificarse con la causa revolucionaria del proletariado. Cuando la filosofía nos oculta en su terminología lo que ella es, no por eso deja de ser eficaz, pero entonces sus ar­mas son la astucia y el engaño y nos provoca sin que sepamos có­mo ni a dónde.

El iluminismo pretendía esclarecer las cabezas como panacea uni­versal. El cientificismo marxista (que adopta muy diversas for­mas: pedestres y cultas, ingenuas y malévolas) nos ilumina a veces con tanta intensidad que nos deja ciegos. Los materialistas france­ses querían extirpar de las men­tes los prejuicios religiosos con la «ilustración materialista». Veinte siglos antes, Epicuro quería lo mismo: acabar con la ignorancia y el miedo a la muerte. Ninguna expresión más bella de este pun­to de vista que el poema De rerum natura de Lucrecio Caro, escrito «un poco antes» del iluminismo francés. De todo esto dio Marx buena cuenta cuando dice que no se puede olvidar que los edu­cadores deben ser educados. Pa­ra él la religión era el opio del pueblo y sus raíces no estaban en la ignorancia de la geografía o la paleontología o el evolucionismo biológico, sino en la realidad so­cial, en los desgarramientos de una sociedad de clases, no de in­dividuos, la cual daba a los explo­tados sus propios medios de con­solación espiritual que, por su­puesto, tenían que asumir tam­bién, con algún grado de serie­dad y espontaneidad, los explo­tadores. En definitiva el materia­lismo francés pasó de moda y cumplió su tarea, que no fue por cierto la de acabar con la reli­gión. Pero se nos quiere hacer pa­sar un «ateísmo científico» como algo marxista. Aquí se quiere hacer de la ciencia no un posible auxiliar en la lucha ideológica contra la religión —la que tiene, por otra parte, que tener como ba­se la trasformación revoluciona­ria de las condiciones sociales— sino que se le convierte en el lu­gar mismo del combate, de tal manera que una vez más se trata de acabar con la «ignorancia». Todo viene desde la materia, se nos dice; la ciencia ha demostra­do que ella es el principio de to­das las cosas. Y los grandes cien­tíficos, los paleontólogos y los biólogos que han contribuido de­cisivamente a descifrarlos miste­rios de los orígenes de la vida y del hombre y, sin embargo, no han renunciado a sus dioses, ¿son tontos? ¿Están atrapados por el error y la ofuscación? A veces se habla de raíces gnoseológicas y raí­ces sociales, como si las «raíces gnoseológicas» pudieran ser asociales; eso solo sucede en la vieja filosofía, con la que Marx liquidó. Cuando Engels —teniendo en mente una fuerte corriente ma­terialista que se desarrollaba por entonces en Alemania— insistía en que la materia era un con­cepto y por lo tanto una abstrac­ción, una operación cognosciti­va y no una existencia en sí (na­die ha podido jamás tocar o ver «la materia») hacía ver lo que precisamente planteábamos des­de el principio. ¿Cómo puede una categoría qnoseológica ser ante­rior o posterior al conocimiento? Claro que este problema es com­pletamente diferente del de la existencia del sistema solar an­tes que el hombre, irrecusable­mente demostrada por las cien­cias particulares. La filosofía que se construye desconociendo ver­dades tan elementales no lo hace así por razones de ignorancia científica, sino de otro tipo, y aquí la ciencia ya no tiene mu­cho que hacer. Es como cuando cuatro naranjas tienen que dividirse entre dos y uno de ellos toma tres afirmando que son dos y el otro intenta convencerlo de que está equivocado con razona­mientos matemáticos.

Solo parcialmente se refiere el conocimiento a lo que es, en buena parte se refiere a lo que puede llegar a ser, pero que todavía no es. Este es el sentido de toda la obra de Marx. Y tam­bién su liquidación crítica con el viejo pseudoproblema del determinismo y el libre albedrío. Los hombres están socialmente determinados, pero esas determinaciones no les son ajenas. Cuando Zenón el estoico le pe­gaba a un esclavo suyo, este le decía: «Mi amo, ¿por qué me pe­gas si yo estoy predestinado a ser malo?»; y Zenón le respon­día: «Porque yo también estoy predestinado a pegarte»; queda­ba la posibilidad de que con ese mismo argumento el esclavo ma­tara a Zenón. Lo superfluo de esta justificación salta a la vista, aún más cuando se trata de pro­mover la más grande revolución de la historia y cambiar los fun­damentos mismos de la sociedad conocida hasta ahora. A esta po­sibilidad dedicó Marx su vida de científico y revolucionario, y de­mostró que la opción en uno u otro sentido, por acción u omi­sión, era inevitable para todos. La filosofía no es, por lo tanto, la llave maestra de un universo preexistente. Confundir el marxis­mo con un depósito de «la sabi­duría», que una vez adquirido nos da respuestas para todo, es casi una burla y sería risible si no nos ofreciera tantos ejemplos de una agresiva y peligrosa pedantería.

La filosofía de Marx nos entrega un conjunto irrenunciable de hipótesis para el trabajo científico; pero su valor no consiste en que constituya un método univer­sal previo a la ciencia misma. Cada ciencia tiene sus propios métodos, y a su vez estos son inseparables de su objeto. Las pretensiones escolásticas en este terreno terminan siempre por convertirse en un obstáculo para el desarrollo científico. Esta es una verdad que ya debiera estar más que aprendido, y no son pocas las lecciones de la historia.

La filosofía de Marx devela la magia de los conceptos de la que Hegel fue su exponente más des­tacado. La teoría que pretende captar nítidamente la realidad como ella es concluye necesaria­mente en la justificación del presente y en la conversión del pasado y del futuro en funciones o simples prolongaciones en un sentido u otro, de ese presente. Así sucede, por ejemplo, con las categorías de la economía bur­guesa o con la teoría hegeliana del estado. Lo que parece muy real no son más que abstracciones, supresiones del tiempo, conceptos que pretenden decirnos de una vez y para siempre lo que la economía o el estado son, por­que en el afán de «saber» se elimina toda mediación histórica. Por eso la crítica de Marx a toda «teoría general» va acompañada­ de constantes burlas. ¿Qué es la propiedad en general? ¿Qué significa el estado en general?

El conocimiento teórico vale en tanto se une a una práctica his­tórica que es, en todo caso, de­terminante. El capital no es un mero ejercicio intelectual cuyas fórmulas nos descubren para siempre los secretos del capita­lismo; es un intento esclarecedor para un camino ya tomado: el de la revolución proletaria. Por eso lo concreto no puede consis­tir en la descripción, que siem­pre es abstracta. Los conceptos tienen que abarcar las estructuras, las relaciones y, sobre todo, el sentido de la violencia que nos proponemos ejercer sobre lo actual. La teoría leninista del imperialismo no es un simple re­flejo de la realidad, porque su función principal es la de darle un sentido a una voluntad y a una práctica revolucionaria que se inscribe en la trasformación de lo que es.

Cuando la teoría se define en estos términos todo absoluto se hace imposible. Los lugares co­munes quedan problematizados y nuestra propia verdad resulta siempre incompleta, como incom­pleta es la realidad misma. Por­que se trata siempre de lo que estamos haciendo.

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